En 1936, George Orwell visitó una mina de carbón en Grimethorpe, Inglaterra. “El lugar es como… mi imagen mental del infierno”, escribió sobre la experiencia. “La mayoría de las cosas que uno se imagina en el infierno están allí: calor, ruido, confusión, oscuridad, aire polucionado y, por encima de todo, un espacio insoportablemente reducido”. Con una estatura de un metro y noventa centímetros, podríamos considerar que Orwell era un hombre alto, y yo también lo soy. Es por eso que me acordé de su comparación no hace mucho, mientras me arrastraba a través de un túnel tan húmedo y oscuro como una cloaca medieval a casi 1,6 kilómetros bajo tierra, en una de las minas en activo más antiguas de Latinoamérica, la de Cerro Rico, en Potosí, Bolivia. Los pasadizos eran tan estrechos que no habría podido girarme –o dar la vuelta– de haber querido.