Desde que en el año 1958 el ejército chino invadió el Tíbet, Lhasa ha sufrido una gran transformación pasando de ser una pequeña ciudad feudal, fabulosa y prohibida, a una burda metrópoli de hormigón y cristal. Pocos son los tibetanos que consiguen abrirse camino en esta sociedad totalitaria y opresora donde los derechos humanos son papel mojado. Uno de los efectos más negativos de todo este proceso es que los tibetanos comienzan a dudar de su propia cultura.