En la segunda guerra mundial, los japoneses sostenían una lucha titánica con Estados Unidos; a largo plazo, la victoria japonesa era imposible. Los recursos materiales del país del norte eran muy superiores. Además, el suelo norteamericano no era alcanzado por las bombas enemigas. En diciembre de 1941, mediante el golpe sorpresa en Pearl Habour, Japón intentó destruir la flota norteamericana en el Pacífico. No lo consiguió. Luego, la armada imperial nipona sufrió una irrecuperable derrota en la batalla naval de Midway. El ejército del Imperio del Sol naciente surgió lentamente la dolorosa convicción de que sólo acciones desesperadas podrían acaso compensar las inmensas diferencias con su rival. Así nació el plan del ataque de los pilotos suicidas. Los kamikazes, palabra que significa “viento divino”, el nombre que adquirió un tifón que destruyó en 1570 una flota mongola que amenazaba con invadir la isla del Japón.
Pequeños escuadrones de jóvenes pilotos voluntarios se lanzaron con sus zeros en picada mortal sobre los barcos norteamericanos. Cerca de 5.000 pilotos murieron en esta trágica acción. Tras la conclusión del conflicto, el ejército norteamericano realizó una investigación para determinar si los temerarios pilotos kamikazes habían sido obligados a actuar de forma suicida. El resultado sorpresivo de esta pesquisa oficial fue que los jóvenes pilotos eran voluntarios. Nadie los obligó a su acción final.
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