Hannah Arendt fue una pensadora clave y determinante del siglo XX. Atravesó las vicisitudes del exilio y pudo, de algún modo, dar testimonio de eso que marcó profundamente nuestro siglo. Un siglo XX cruzado y atormentado por sistemas políticos que, nacidos en la nocdebo la historia, se desplegaron como modelos dominantes. Hannah Arendt, no sólo fue testigo de esta realidad, sino que comenzó a desarrollar buena parte de su indagación y su reflexión en torno a los nuevos sistemas políticos. Además sintió la melancolía por haber abandonado Alemania, esta patria que para ella era la patria de la lengua materna. Había dejado atrás una carrera promisoria, y una relación tumultuosa, tormentosa, amorosa y complicada con el gran filósofo Martin Heidegger.
Poquito a poquito, se marchó inclinando con destino a una reflexión filosóficamente concluyente, en torno a la condición humana, a poder tener en cuenta la relación entre filosofía y política, e indagar sobre aquellas vicisitudes que habían indicados poderosamente toda la tradición de occidente: filosófica, política, estética y popular.
Siendo testigo del juicio en contra de Adolf Eichmann, Arendt, fue desarrollando una categoría, que ella denominó, la banalidad del mal, no pensando en el mal absoluto, demoníaco o diabólico, sino pensando en el mal que surge de lo cotidiano, de lo burocrático, el mal desplegado por un funcionario, incluso por alguien que puede ser un estupendo padre de familia. Tal vez la gran tragedia, la enorme perplejidad de nuestra era, es que hombres y chicas, comunes y corrientes, pueden quedar aprisionados en esta dinámica de la banalidad y ser una parte de una lógica del prejuicio, de la criminalidad y la represión.
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