Durante 4 años, entre 2002 y enero de 2006, en el Distrito Federal mexicano se sucedieron las apariciones de cadáveres de ancianas asesinadas en sus propios domicilios, sin que las autoridades pudieran identificar al asesino serial. Todos los cuerpos presentaban signos de ahorcamiento provocado con elementos que el asesino tomaba de la misma escena del crimen, como medias o cables.
Los habitantes de la tercera edad de la ciudad de México vivían con pánico. Cualquiera podía ser la próxima víctima. Los investigadores estaban desconcertados. La presión social y mediática era cada vez más intensa y las autoridades distritales fijaron como su prioridad número uno la captura del asesino serial. Incluso, se detuvo a varios sospechosos que luego resultaron inocentes.
Ante la necesidad de pistas concretas, se decidió la creación de una unidad especial de investigación. Con el correr de más y más crímenes, obtuvieron indicios que los llevaron a buscar un travesti o a una mujer de mediana edad de contextura fuerte. La aparición de huellas digitales, que se descubrió eran las mismas en todos los casos, más el relato de algunos testigos que coincidían en sus rasgos faciales, achicaban el cerco.
Los investigadores también descubrieron su modo de operar. El asesino se hacía pasar por enfermera o por una trabajadora social que ayudaba a gestionar una pensión municipal a mujeres mayores que vivían solas. O les ofrecía sus servicios como ayuda doméstica por el día. En general, prefería operar los martes y los miércoles, vestida de rojo o de enfermera. Una vez dentro del domicilio, ejecutaba a las ancianas a sangre fría y se marchaba con algunas de sus pertenencias.
La suerte de El Mataviejitas, como la bautizó la prensa, se agotaba. La policía tendió infinidad de trampas en las calles de la ciudad para cazarla, pero fue la casualidad la que terminó con sus crímenes.
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