Petra se levanta en el corazón de un valle rodeado de montañas, en pleno desierto jordano. Fundada por los nabateos hacia el siblo VI a.C., la ciudad prosperó por su estratégica localización; se hallaba en la encrucijada de las rutas caravaneras por las que circulaban incienso, especias y otros bienes de lujo entre Egipto, Siria, Arabia y el conjunto del mundo mediterráneo.
El Siq, un largo y sinuoso desfiladero, de sólo unos pocos metros de ancho y paredes de hasta 200 metros de altura era la entrada a la ciudad y constituía su protección natural. A su término, la primera imagen de Petra que asaltaba al visitante era la de al-Khaznech, el Tesoro, uno de los numerosos edificios construidos dentro de la roca y cuyas fachadas están esculpidas directamente en ella; los beduinos lo llamaron así porque creyeron que la urna que coronaba la fachada contenía un tesoro.
En realidad, se trata de la tumba del rey nabateo Aretas IV, que murió hacia el año 40 d.C. Pero éste era sólo uno de los monumentos que entonces, como hoy, iban a asombrar al viajero que se adentrase en la fascinante capital de los nabateos.