Una mujer se pasea por los templos de piedra de la ciudad maya de Palenque, en medio de la jungla de Centroamérica. Viste un traje adornado con botones de malaquita, y en la cabeza, cuyo cráneo ha sido deformado dolorosa y ritualmente desde su niñez, lleva un tocado de largas plumas de quetzal. Su nariz es curva y su rostro firme, pero tiene la mirada triste: su poderoso imperio, cuyos cientos de edificios escalonados destacan en la selva de la neblina del amanecer, está sumido nuevamente en la crisis. Sabe que esta vez serán necesarios todos los esfuerzos de su marido, el gran gobernante Pakal II el Grande, y de sus tres hijos para restablecer el orden y acabar con los codiciosos enemigos. Pero también es consciente de que ella no vivirá para ver el reino en toda su magnificencia. Los dolores de huesos y dientes, causados por la osteoporosis, y los abscesos son insoportables, y los constantes partos han hecho mella en su frágil cuerpo. Su muerte es llorada por todo el imperio y su marido ordena lo que hasta ahora había sido algo sin precedente entre los mayas: sepultar a una mujer dentro de un sarcófago, en un templo. Es el año 672.
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